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16 feb 2014

Corte. Se imprime.

El viento le voló la sonrisa del rostro mientras con eterna lentitud sus ojos se secaban de espanto. Los anteojos de armazón negro, de lentes sucios, se interponían ante él; aún así la luz lograba atravesarlos sin dolor, sin cuidado, sin fuerza de ningún tipo más las que rigen por naturaleza en este mundo.

Su mano derecha tembló, y su cara cambió en segundos. Sus labios se comprimieron y entreabrieron en un dejo cruel del aliento helado que tenía dentro. Sus hombros acompañaron la exhalación con una elevación poco más que irónica, no de vergüenza. Sus parpados se elevaron poco más de un ápice, mientras sus pupilas se dilataron lo suficiente para un: «Bastante».

El dolor de su pecho no respondía en lo absoluto a ningún sentido usual. No era el dolor del golpe, de la punción. Era un dolor comprimido, similar a aquel que sentiríamos todos de existir dentro nuestro un átomo aspirador.

Su mano izquierda acompaño a su secuaz en el tembloroso viaje del reposo al espanto, cerca de la boca, de los ojos y la nariz. El temblor le daba a la escena el mayor de los escepticismos; pero la escena del frente opuesto acompañaba casi melódicamente el cóctel de sentires que él sufría, ahora también con lágrimas ahogando sus pestañas y muriendo en la barba entrecortada del mentón.

La muerte había cobrado su primera víctima. Amada, amiga o familia era la joven que había dejado a nuestro personaje en la mayor de las heladas.

Su caminar, segundos antes seguro y casual, ahora era nulo. La velocidad del impacto rotulaba de «Muerte Culposa» al conductor del Audi A4 color negro. Hermoso.

El desembarque de sangre que inundaba de carmesí el rostro y cabello de la joven, resaltaba de una forma bastante tétrica el color azul de sus ojos, que brillaba aún así. Los ríos de sangre lo cubrían todo en aquella escena. El parabrisas del hermoso vehículo negro; astillado por la fuerza y dureza del cráneo humano que golpeara a igual fuerza y opuesta dirección; se inmiscuía, así como la mugre, entre él y ella. Ella la culpable. Ella la de adentro.

Y como si no fuera escrito por mi persona, y como si el cariño del que carezco siempre no brillara hoy por su ausencia, él despertó en el grito ahogado de un dolor no imaginado, sino vivido en carne propia; y tumbó su cuerpo mientras lloraba, ahora sí: vívido y real sobre el cuerpo de la joven; que con su cabello rubio, sobre la cama, a su lado, le consolaba sobre un dolor del que no conocía, ni imaginaba. Pero que de algún modo también sentía.

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