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19 nov 2013

Cinematográfico.

Más que frío era una humedad asquerosa la que rondaba en aquel lugar. El moho buscaba con desenfreno cualquier trozo de roca que se encontrara descubierto, por más pequeño que este fuera.  El agua chorreaba desagradablemente desde el techo, discontinua, arrítmica. El hedor que desprendía mi carne no debería ser tan inusual dadas las condiciones. La sangre seca se acomodaba por mi cuerpo en lugares estratégicos. Las heridas de lejanas batallas conformaban ahora la esencia pura de aquella tétrica escena. Mi desnudez no era pérdida alguna del honor, no lo era mi desfigurada cara, no lo era mis ensangrentadas manos. No lo era por tanto mi incansable muerte.
Es que mis ojos aún vivían, y aún lo hacía también mi alma, encerrada por siempre en ese cuerpo que poco a poco comenzaba a deteriorarse por lo externo y por lo interno, con la ayuda de las repugnantes larvas de phoridas.
No lejos de allí se lograba escuchar, con o sin atención, el grito espantoso de una mujer violada. Aquella cárcel carente de vida, prometía hermosas sonatas de dolor. El de la penetración forzosa. El de la deshonra. Ese que transforma a uno de humano a cosa. Ese que elimina la esencia, y nos deja peor que muertos. Moribundamente resentidos. Ese que en futuras etapas del dolor, no logrará más que pesadillas y problemas con alcohol.
Mi fascinación es y será el moho. No importaba cuanto me maltrataran. Cuantos electrones me recorrieran, cuantos protones me sacudieran, ni cuantos neutrones me desquiciaran. Nada podría quitar de mi vista aquel desagradable moho verdoso.

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